
John Dewey
La ciencia confirma que la educación, junto con la nutrición y el entorno social, no moldea solo nuestro presente sino también la arquitectura misma del cerebro y, en consecuencia, de nuestro futuro cognitivo. Durante las primeras etapas de la vida, especialmente en los primeros dos años, el cerebro humano crece a un ritmo vertiginoso, alcanzando el 70% de su tamaño adulto. Es un momento crítico en el cual la correcta nutrición es esencial para desarrollar las conexiones neuronales que nos permitirán pensar, aprender y relacionarnos. Sin los nutrientes necesarios, en particular las proteínas y las calorías, este proceso se ve comprometido de una forma muchas veces irreversible.
Diversos estudios, como los realizados por Stoch y Smythe en 1963, ya demostraban que la desnutrición temprana causa atrofia cerebral, genera una menor circunferencia craneal y reduce el coeficiente intelectual, limitaciones que persisten toda la vida. Pero no basta con la nutrición. La educación actúa como un verdadero «fertilizante» del cerebro. Robert Sapolsky, de la Universidad de Stanford, propone que la capacidad del ser humano para formar sociedades complejas depende directamente del tamaño y del funcionamiento de su cerebro. Según señala Sapolsky, cuanto mayor es el cerebro más complejas son las interacciones sociales. La educación es la herramienta que impulsa ese potencial social permitiendo la transmisión de conocimiento y habilidades que nos hacen supersociables.
Es en la educación universitaria donde este proceso alcanza su apogeo. A lo largo de la adolescencia y de la juventud, el cerebro vive un segundo gran ciclo de plasticidad ya que se desarrollan habilidades como el pensamiento crítico, el análisis y la creatividad, que definen nuestra capacidad de innovación. Allan Willson, de la Universidad de California en Berkeley, sugirió que el «impulso cultural» (la capacidad de generar nuevas ideas) está directamente relacionado con el tamaño y la complejidad del cerebro .
No obstante, el acceso desigual a la educación sigue siendo una amenaza global. De acuerdo con la Comisión Lancet 2020 sobre prevención de demencia, no completar la educación básica duplica o triplica el riesgo de desarrollar Alzheimer. La hipótesis de la reserva cognitiva sostiene que una mayor escolarización construye redes neuronales más robustas, capaces de compensar el daño cerebral y retrasar la aparición de síntomas de enfermedades neurodegenerativas. En otras palabras, la educación es también un escudo contra el deterioro cognitivo aumentando la «resiliencia cognitiva», que son todos los factores que influyen en soportar las injurias y no desencadenar una enfermedad como el Alzheimer.
Esta relación entre educación y resiliencia cognitiva es especialmente relevante en regiones con alta desigualdad, como América latina. En un reciente estudio publicado en Nature Medicine, con participación de la Facultad de Medicina de la UBA, se observó que en poblaciones de América latina y el Caribe, en promedio, los cerebros envejecen más rápido que en regiones con menor desigualdad. Este «reloj cerebral acelerado» se asocia con peores condiciones socioeconómicas, un menor acceso a educación y mayores niveles de contaminación. Además, el estudio mostró que las mujeres de estas regiones, especialmente aquellas con Alzheimer, presentan brechas incluso mayores entre su edad cronológica y la biológica de su cerebro.
La educación, por tanto, no solo define nuestras oportunidades laborales o económicas sino que además tiene un impacto directo en la forma en que envejecemos. La evidencia es contundente: poblaciones con más años de escolaridad muestran cerebros con mayor volumen de materia gris y mejor conectividad neuronal. Quienes no acceden a educación formal, en cambio, quedan más expuestos a riesgos que van desde la desnutrición hasta enfermedades neurodegenerativas.
Desde la neurociencia aplicada a la educación (un campo que ya cuenta con congresos y programas de posgrado) sabemos que el aprendizaje no es cuestión solo de memorizar sino también de activar procesos como la metacognición (aprender a aprender) y la motivación positiva. John Dunlosky, de la Universidad de Kent, demostró que técnicas como fraccionar el estudio, realizar autoevaluaciones y reforzar positivamente el acierto, mejoran la retención y la comprensión. En cambio, el perfeccionismo disfuncional y el estrés asociado con exigencias elevadas pueden generar burnout y fracaso escolar.
La plasticidad cerebral es otro factor clave. Nacemos con más neuronas que sinapsis y estas conexiones se multiplican en los primeros años gracias a los estímulos del entorno. Sin embargo, existen «ventanas críticas» que cierran con el tiempo: por ejemplo, la capacidad para distinguir fonemas disminuye después del primer año de vida y la maduración de la corteza visual depende de los primeros meses. Si se desaprovechan estos períodos, recuperar esas funciones es extremadamente difícil. Es en este punto donde la correcta nutrición y la estimulación cognitiva y social son imprescindibles.
Además, la investigación más reciente en neurociencia, como los trabajos efectuado por Takao Hensch en Harvard, muestra que la plasticidad cerebral es regulada por mecanismos como las neuronas gabaérgicas y redes perineuronales, que sincronizan la información durante estos períodos críticos. Estos descubrimientos no solo amplían nuestro entendimiento del cerebro sino que también abren la puerta para desplegar estrategias que permitan reabrir ventanas críticas en los adultos, lo que podría revolucionar la rehabilitación de condiciones como el autismo o las secuelas de lesiones neurológicas.
El desarrollo cognitivo no depende de un solo factor, es el resultado de la interacción entre nutrición adecuada, estimulación educativa y un entorno social que favorezca el aprendizaje. Es un proceso que empieza en el útero, se potencia durante la niñez y encuentra en la educación superior su máxima expresión.
Programas que aseguren una buena alimentación desde la gestación, pero que además garanticen el acceso a una educación básica y superior de calidad, especialmente en los sectores más vulnerables, son la mejor estrategia para construir un futuro con cerebros más sanos y un envejecimiento cerebral más saludable.
Fuente: BAE
Share this content: