Son nativos digitales. No conocen la vida pre consumo masivo de tecnología. Crecieron en una sociedad donde el smartphone, como una extensión del propio cuerpo, hace girar el mundo cada vez más rápido alrededor de pantallas, apps y redes sociales, en búsqueda de shots continuos de dopamina. Sin embargo, eligen otro camino. Como una respuesta sintomática y quizás inconsciente, un grupo de jóvenes en San Antonio de Areco busca volver a sus raíces, abrazar oficios artesanales con una pasión que, aunque remite al pasado, resuena con una fuerza renovada en el presente. Son los “gauchos centennials”, jóvenes que se resisten a la tiranía de lo inmediato, del exceso de información, y hallan en oficios tradicionales como la platería, la soguería, los caballos y el telar una manera de reconectar con la tierra, con sus manos y consigo mismos.
Gerónimo Draghi (22), José Sautón (21), Lucía Naara Molares (23), y Dimas Méndez (20) forman parte de este movimiento. Lograron entrelazar sus vocaciones tradicionales con el uso de la tecnología, pero de una manera equilibrada. No renuncian al uso de dispositivos, ni a las ventajas del mundo digital, pero tampoco permiten que estas herramientas dominen sus vidas.
Es un fenómeno que parece ir a contracorriente en una sociedad que empieza a mostrar, de forma cada vez más frecuente, el lado b del uso intensivo de dispositivos electrónicos. Según numerosos estudios, como los informes elaborados por la Asociación Americana de Psicología y las advertencias continuas de especialistas en el tema, el uso excesivo de redes sociales entre los jóvenes está vinculado a trastornos del sueño, disminución de la concentración y aumento de síntomas depresivos. En medio de altos niveles de ansiedad debido al uso indiscriminado de las redes sociales, en Areco, estos artesanos centennials son un ejemplo de cómo la tradición puede convivir con la modernidad sin sacrificar la salud mental ni la calidad de vida.
Gerónimo Draghi: “Cuando estoy concentrado en una pieza, siento libertad” En el taller suena un tango. Gerónimo Draghi está sentado, con el torso levemente inclinado hacia adelante y la mirada fija en una pieza de metal. A su alrededor hay muebles antiguos, infinidad de herramientas y una mesa de trabajo repleta de objetos diminutos y viruta de plata: los resabios de un día de trabajo. Gerónimo es el más joven de tres generaciones de plateros. Nació y creció en San Antonio de Areco, siempre con el oficio familiar como una constante en su vida. A los cinco años ya rondaba el taller de su padre, el reconocido Patricio Draghi, fascinado por el sonido relajante del cincelado. Pero fue a los 16 cuando decidió tomar el cincel en sus propias manos y crear su primera pieza: una cadena de anillas, con la ayuda de su padre. “Ese fue mi primer contacto serio con la platería”, recuerda.
“Uso el celular más que nada para escuchar música o podcasts, pero trato de no engancharme con las redes sociales porque te quitan mucho tiempo de reflexión”
Gerónimo Draghi
Luego de terminar la secundaria, Gerónimo intentó estudiar Derecho en Buenos Aires, aunque pronto se dio cuenta de que su verdadera vocación estaba en el taller de su familia. “Cuando le di los primeros golpes a una placa con un diseño de hojas de acanto, sentí algo que no había sentido antes”, cuenta. “Sabía que esto era lo que quería hacer”, agrega. Desde entonces, se metió de lleno en los secretos de la platería: aprendió a esmaltar, calar y soldar, y ahora estudia Gemología para ampliar aún más su dominio del oficio. Para él, cada día en el taller es un nuevo desafío, una nueva oportunidad para mejorar. “No tenemos horarios; la libertad de crear es lo que más me apasiona”, dice.
Sin embargo, Gerónimo reconoce que ser parte de la generación centennial implica una relación compleja con la tecnología. “Pertenezco a una generación a la que le cuesta desapegarse del celular”, admite. Aunque en el taller procura evitar su uso para no perder la concentración, sabe que las redes sociales y el mundo digital pueden ser una herramienta útil para su trabajo, si se manejan con moderación. “Uso el celular más que nada para escuchar música o podcasts, pero trato de no engancharme con las redes sociales porque te quitan mucho tiempo de reflexión”, asegura. “Lo que me genera más satisfacción es terminar una pieza; cuando estoy concentrado, lo que siento es libertad: no hay nada digital que pueda competir con esa sensación”. Gerónimo se siente afortunado de poder vivir de lo que ama, de mantener vivo el legado familiar y de encontrar un equilibrio entre la tecnología y la artesanía. Aunque usa las redes sociales para mostrar sus trabajos, su vida social está lejos del mundo digital. “Prefiero encontrarme con amigos y familia, charlar con la gente que pasa por el taller. Esas son las conexiones reales”, dice. Su sueño es simple: poder seguir haciendo lo que ama por el resto de su vida, sin prisas ni presiones, dedicando cada día a aprender algo nuevo y perfeccionar su arte.
José Sautón: la soguería como refugio Desde pequeño, José observaba a su padre trabajar el cuero en la parte delantera de su antigua casa ubicada en el casco histórico de Areco: piso de ladrillo, tirantes de pinotea y un ambiente cargado de nostalgia gauchesca. Cuando tenía 15 años, empezó a crear sus propias piezas. Pero no fue hasta los 17 que descubrió que la soguería era algo más que un pasatiempo: era su vocación. “A esa edad ya estaba enganchado”, recuerda. “Hacía soga, la vendía y preparaba los cueros. Mucha gente me dio una mano, desde todo el país”.
“Mientras estoy con una pieza, se me va la cabeza, me olvido de todo: pueden pasar horas hasta que vuelvo a la realidad y tal vez ya se hizo de noche”.
José Sautón
En su pequeño atelier hay una mesa de trabajo con herramientas que exudan pasado, temporalidad, estancia. Hay cuadros con dibujos campestres, lonjas de cuero secándose con la luz y el aire que entran de una vieja ventana enrejada. José se concentra para sacar los tientos con un pequeño cuchillo bien afilado. El sonido rasposo inunda la habitación, que está en silencio. A diferencia de Gerónimo, José admite que suele acudir a la tecnología, especialmente de YouTube, para conocer nuevas técnicas y a otros artesanos. “Le saco mucho jugo al celular, es una herramienta de trabajo”, dice. Pero al igual que su compañero de generación, es consciente del riesgo de dejarse llevar por las distracciones. “Mientras trabajo, trato de no usarlo mucho porque te distrae”, confiesa. Para él, trabajar el cuero es una manera de escapar del ruido del mundo exterior, de sumergirse en un estado de concentración que lo ayuda a olvidarse de los problemas cotidianos.
El día de José empieza temprano, con unos mates, y lo dedica a trabajar en sus piezas hasta la tarde, cuando sale a disfrutar de sus caballos. Su sueño es aprender también el arte de la platería -para combinarlo con la soguería- y vivir en el campo, rodeado de animales, con un taller para seguir creando. Además, siente una profunda satisfacción al ayudar a otros jóvenes que recién empiezan en el oficio, regalando piezas o compartiendo su conocimiento. “Me gusta mucho acompañar a los que recién están arrancando”, dice con humildad. José encontró una manera de combinar el aprendizaje digital con el trabajo artesanal, utilizando las redes sociales para mostrar su trabajo y conectarse con otros artesanos, pero manteniendo siempre los pies en la tierra. Para él, el oficio es más que una manera de ganarse la vida: es un refugio, una forma de vida que lo conecta con sus raíces y con el presente de una manera equilibrada.
Lucía Naara Molares: el telar como cable a tierra Lucía tiene 23 años y su relación con los textiles viene desde la infancia, influenciada por su madre, que trabajaba en un taller de costura y le llevaba siempre retazos de tela para que ella le diera rienda a sus inventos. Sin embargo, su verdadera conexión con el telar llegó hace tres años, después de un momento de crisis personal. “No estaba en mi mejor momento anímico y buscaba algo que me motivara”, explica. Fue entonces cuando se sumergió en el mundo del teñido natural, de la mano de la profesora María Moscato, en el taller de telar y tintes naturales del Museo Ricardo Güiraldes. “Me enamoré de los colores y empecé a experimentar”. Lucía divide su tiempo entre los estudios universitarios en Buenos Aires y su pasión por los textiles. Durante los fines de semana, se levanta temprano, antes de que salga el sol, para trabajar en su telar. “Levanto las persianas y dejo que la luz me acompañe”, describe. El taller es un espacio de creación y reflexión, donde cada pieza que elabora es una extensión de sí misma.
“Una vez que arranco, puedo estar todo el día tejiendo, preparando las bases o haciendo terminaciones. Siento que lo que hago es un pedacito de mi alma”
Lucía Naara Molares
Como sus compañeros centennials, no rehúye de la tecnología, pero la usa con un propósito claro. “Para mí, las redes sociales son una herramienta para difundir mi trabajo y hacer comunidad”, explica. “Viviendo en una era digital, es importante para formar lazos y conocer otros artesanos”. A través de su cuenta en Instagram comparte sus creaciones, pero siempre manteniendo en mente que la verdadera felicidad está en el acto de crear. “Nunca siento que sea tiempo perdido si se lo dedico a desarrollar una pieza”. Lucía sueña con unir su carrera en restauración y conservación de bienes culturales con su pasión por los textiles tradicionales, y con tener más tiempo para dedicarse a lo que realmente ama. Para ella, el telar es más que un hobby: es su cable a tierra, su manera de conectarse consigo misma en un mundo que a menudo va demasiado rápido.
Dimas y Rufino Méndez: los hermanos de la tropilla Vestido con atuendos gauchos y mate en mano, Dimas se apoya en un palenque donde descansa un poncho marrón decorado con dos líneas celestes y una blanca. A su lado está Rufino, su hermano de apenas 12 años, también emperifollado de atuendos típicos. Ambos miran a la tropilla que se acomoda con la ayuda de los perros. De fondo suena folklore. Todos los días, se produce este pequeño pero significativo ritual, a la sombra del pequeño monte de El Jagüel, el campo familiar de los Méndez. Dimas Méndez tiene 20 años y es un joven gaucho que disfruta de su vida al aire libre, siempre a bordo de su caballo, Sarco. Es un hombre de pocas palabras, pero su pasión por los caballos lo dice todo. “Siempre me gustaron: hace poco pude armar mi tropilla, algo que siempre quise”, comparte con orgullo. “Es algo que disfruto mucho, ya sea con amigos o con la familia”, agrega.
“Prefiero mucho más estar en el campo que en TikTok con el celular, es mucho más divertido”
Dimas Méndez
“El caballo me desenchufa, me despeja mucho. Es un momento en el que me olvido de todo el resto, dejo un poco de lado todos los líos que tengo”, explica Dimas. Su conexión con estos animales es tan profunda que, asegura, le permiten “valorar mucho más las cosas”. “A veces uno anda con preocupaciones que no tienen importancia, y los caballos te ayudan a ponerte en tu lugar”, jura. La tropilla se alborota y Dimas apela a unos chiflidos para ordenarla. Rufino lo mira con atención. Absorbe todo como una esponja. “Salimos temprano para trabajar con las vacas, siempre arriba del caballo”, dice. El trabajo en el campo tiene una rutina básica: chequear el alimento de los animales, el agua, los alambrados. Pero también hay imprevistos, sobre todo por el clima. Y hay que estar al pie del cañón. Para Rufino, cada día es una aventura y una estimulación de aprendizaje constante.
Dimas, en cambio, utiliza el celular es una herramienta más, en especial para resolver cuestiones del día a día, aunque sabe cuándo dejarlo de lado. “Cuando tengo ratos libres, no me quedo con el teléfono. Me voy con los caballos, eso no se compara”, dice con una simplicidad que refleja su conexión con la naturaleza y la vida rural. Aunque no tiene un sueño concreto, Dimas aspira a poder vivir de lo que ama, rodeado de buena gente. “No sé si tengo un sueño puntual, pero si pudiera elegir, sería eso: vivir de algo que me guste, como los caballos”.
Fuente: La Nacion
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