
La conversación sobre el audiovisual en la Argentina, por lo menos en estas semanas, pasa por El Eternauta, la adaptación de Netflix de la célebre historieta de Oesterheld-Solano Lima. Por culpa o gracias a la miniserie -que abarca al menos un tercio del desarrollo original– se habló de todo, como pasa en general cuando un fenómeno popular se expande de este modo. Sirve para tocar cualquier tema y no está mal: en cierto punto tal es el objetivo de contar cuentos. Se ha hablado (mucho) de política, de los escenarios apocalípticos, de cómo se ve Buenos Aires, de la propia producción audiovisual. Y sin embargo, no se ha hablado lo suficiente de lo central, lo que sostiene la trama completa: la idea de una invasión extraterrestre. Es cierto que en esta primera temporada eso no está tan claro y que las ficciones de los últimos tiempos encontraron al enemigo de lo humano en lo propio humano. Hemos tenido muchos apocalipsis zombi, pandemias extrañas y monstruos surgidos de la contaminación, una muestra de cómo comenzamos a desconfiar de la tecnología. Así que quienes no conozcan El Eternauta original (sobre todo fuera de la Argentina), quizás aún se pregunten de dónde viene el enemigo. Pero la tira viene de un tiempo en el que sí se confiaba en el conocimiento y en la tecnología para enfrentar lo desconocido. De hecho, la invasión imparable y misteriosa es un tópico claro de los años cincuenta, proyección de los temores de la Guerra Fría, y siempre se contuvo o eliminó gracias al conocimiento.
Así que hablemos de invasiones extraterrestres y de cómo fueron cambiando con el correr del tiempo. Por supuesto que la primera no fue cinematográfica sino literaria: La Guerra de los Mundos, que es la novela madre de toda esta rama de la ficción (ciencia ficción, no por nada está “ciencia” en la denominación). Se publicó en 1898 y la idea de que invasores marcianos armados con herramientas que superaban nuestro conocimiento le permitió a H.G. Wells criticar la idea de progreso indefinido y control sobre los acontecimientos humanos que el positivismo y la segunda Revolución Industrial habían instalado en las sociedades desarrolladas. Y es la Naturaleza misma la que resuelve lo que los humanos no pueden. La historia se cuenta en primera persona, por un narrador cuyo nombre no conocemos nunca, y muestra el fracaso técnico primero y moral después de la Humanidad cuando algo inasible la ataca. Es el obvio primer antecedente de El Eternauta, por supuesto, pero más lo es la versión cinematográfica clásica de Byron Haskin de 1953 (AppleTV+).
Es importante porque adapta la novela a los EE.UU. contemporáneos, y además porque muestra cómo se destruye la vida cotidiana ante el avance de los marcianos (antes era así, venían de Marte; hoy ya sabemos que no). Es cierto que la misma idea es la que utilizó Orson Welles para adaptar la novela a su forma radiofónica (lo hizo como si fuera una serie de boletines de noticias, de allí que muchos que no sabían que se trataba de un radioteatro lo tomaran como cierto aquella noche de 1938), pero la película fue la primera en mostrar cómo se comportaría la Humanidad ante tales tragedias. Como siempre en estos casos, la necesidad de sobrevivir lleva a ciertas personas a unirse, algo que es propio de ser una persona y no un cobayo que corre por su vida, aunque la idea de la unión ante la fuerza está mucho más y mejor desarrollada en el final de la versión de la novela que realizó Steven Spielberg en 2005 (Mercado Play). El viaje de Ray Ferrier -un extraordinario Tom Cruise– de ser un adolescente eterno que no sabe ser papá a cuidar a sus hijos ante la muerte que viene del cielo reúne todos los temas del “hombre lobo del hombre”, con sus E.T. distantes, vistos por el desastre antes que cara a cara. Después de hacer hasta lo más ruin para salvar a su hija (Dakota Fanning), hay una gran secuencia de “la unión hace la fuerza” que es pura invención de Spielberg (bastante similar a una secuencia cerca del final de Buscando a Nemo, cosa curiosa). Y el ejército, claramente en estos casos, deja de ser un hato de bestias con armas de los que el civil suele burlarse para ser la herramienta de defensa ante el caos. En ambos casos, el tono es sombrío. Pero algo cambia de la primera versión a la segunda: la Iglesia que refugia a los sobrevivientes en 1953 (era del cine bíblico por excelencia) es lo primero en destruirse cuando llega esa invasión de 2005, esa que -pasamos el 11-S- un personaje confunde con ataques terroristas.
La paranoia anticomunista de los cincuenta generó otra invasión igual de célebre. En 1956, Don Siegel rodó La invasión de los usurpadores de cuerpos (se puede encontrar en Archive.org), una historia de la que habría varias versiones luego (la más célebre es quizás la de 1978 con Donald Sutherland a cargo de Phillip Kauffman, y la más loca, la de Abel Ferrara de 1993 -ambas en AppleTV+, más la que protagonizaron Nicole Kidman y Daniel Craig en 2007 –Max). Aquí no hay rayos de la muerte, monstruos sobrehumanos, naves espaciales ni batallas épicas. Lo único que hay son personas que son sustituidas por unos clones que se desarrollan dentro de vainas. Esos clones son todos parte de una especie de ser colectivo, un conjunto de hormigas sin voluntad propia que vienen “de afuera”. La metáfora anticomunista y antisoviética era evidente, y que todo se desarrollara en un pequeño pueblito americano (tan conectados con el país, tan aislados en la geografía, tan perfectos para este tipo de ficciones paranoides) volvía todo aún más terrorífico. Aquí sí que la ciencia no salvaba y el final es desolador. Pero también es interesante algo que está por debajo de la primera lectura ideológica que aparece: la idea de que las rutina es alienante, de que esas costumbres amables del pueblito americano ocultan o reprimen otra cosa que no se anima a estallar. Si Body Snatchers, en cualquiera de sus versiones -la más paranoica, la de Kaufman; la más épica y optimista, la de Ferrara- permanece es menos por la idea “política” y más por pensar que no hay nada verdaderamente “normal” y que debajo de cualquier amabilidad se esconde el peligro.
En el tema hay rarezas. Una es la brillante película de suspenso de M. Night Shyamalan Señales (Disney+), donde la invasión extraterrestre es la excusa para hablar de otra cosa. Shyamalan tiene la religión y lo metafísico (aquello inasible, misterioso, secreto, que no forma parte del mundo físico) como una de las razones de su cine. Aquí la aparición de esos seres monstruosos que se recortan al sesgo es lo que resuelve la crisis de fe de un pastor –Mel Gibson– que enfrentó una muerte injusta (también en Shyamalan es constante la idea de aceptación de la muerte como parte de la vida). Pero lo que sorprende, el famoso “giro” que usa el director en sus películas, es que analice el concepto de “milagro” como una serie de elementos que se unen en un momento preciso por razones precisas. Probablemente el film más raro sobre el tema.
Por supuesto, no siempre el humano ha sido un sujeto pasivo ante la injerencia extraplanetaria. En ocasiones, ha peleado directamente. Las películas que muestran este comportamiento varían (mucho, demasiado) en calidad y siempre parten de una situación de debilidad lógica: una civilización que puede venir hasta acá cuando nosotros apenas salimos -desarmados- a la puerta de casa que significa la Luna, seguramente es más fuerte. En este campo, es hora de reivindicar una película que no solo fue un enormísimo éxito de taquilla y un fenómeno mundial (aunque no vendió un solo muñequito, y tenía cómo) sino que generó discusiones sobre el patriot(er)ismo estadounidense hoy totalmente anacrónicas. La película se llamó y llama Día de la Independencia (Disney+, también su fallida secuela), y la dirigió Roland Emmerich, alguien que hizo películas muy malas pero también un par de locuras divertidísimas como 10.000 B.C., El día después de mañana y la genial -y esa sí muy política- 2012. Día… es básicamente una remake de Guerra de los Mundos, pero tiene muchísimo humor y algunos elementos (aquí sí el grupo heroico, por ejemplo) que le otorgan un sello diferente. Por ejemplo, la confianza en la tecnología: por un lado, lo que coordina a todo el mundo contra los invasores es el telégrafo antiguo; por el otro, lo que resuelve la invasión no es la naturaleza sino un virus digital. Y combina lo épico con el espectáculo muy humano de ver todo reventando por el aire -incluida la Casa Blanca, edificio que Emmerich hizo pedazos en varias películas. Es cierto que tiene una dramaturgia muy simplona y que todo ocurre alrededor del 4 de Julio, pero transforma lo que siempre fue tema de pesimismo en algo totalmente optimista. Quizás sea hora de volver a verla con otros ojos.
Nota bene: Tim Burton, adaptando una serie de figuritas especialmente sanguinolentas, se rio de Día… con ¡Marte Ataca! (Max, película que de todos modos estaba haciendo mientras se estrenaba la de Emmerich), que es la invasión de unos seres que solo quieren destruirnos y divertirse. Más allá del elenco multiestelar (Jack Nicholson en dos papeles; Glenn Close; Michael J. Fox; Annette Bening, etcétera) la invasión termina resuelta por los personajes más inverosímiles y marginados (un adolescente solitario, una chica dark, una anciana con su gato embalsamado) y termina con el himno americano tocado por mariachis, además de un himno de Tom Jones -grandísimo cameo. Es una película loca de Burton, un homenaje a esas comicidades multiestelares de los sesenta, y una crítica brillante al propio Hollywood. “Vinimos en son de paz” es una de las frases mas irónicas -e icónicas- que dio su cine.
Si se lee la lista anterior, se coincidirá que la idea de que seres de otro planeta vengan a transformarnos en esclavos, pasto o directamente eliminarnos, necesariamente lleva detrás la otra idea: la de que debemos unirnos a pesar de las diferencias para afirmar el derecho a nuestra propia existencia (en Día… es interesante que hay un personaje negro, otro judío -muy divertido Judd Hirsch diciendo “nadie es perfecto”-, otro muy pobre -Randy Quaid-, el presidente estadounidense -Bill Pullman- y gente de toda edad). Dicho esto para quienes machacan con el lógico tema del “héroe colectivo”, que es una denominación bastante vacía al lado de la que realmente tenemos siempre en mente: grupo heroico. Y justamente las dos mejores películas de invasiones extraterrestres tocan este punto de un modo brillante.
Una de ellas es La llegada, de Dennis Villeneuve (Netflix). El film cuenta cómo aparece en la Tierra una docena de naves extraterrestres, y cómo una lingüista intenta descifrar el modo que estos seres tienen de comunicarse y la intención con la que han llegado. Aquí la idea de “invasión” es producto de la paranoia humana, en realidad, y el verdadero tema es cómo vemos el universo y cómo nos comunicamos -si nos comunicamos- con él. El verdadero peligro, como se va descubriendo poco a poco, no es el ser extraño llegado de un lugar desconocido sino una mentalidad humana demasiado centrada en su pequeño pedazo de tierra; algo que se refleja en la relación entre los dos protagonistas (los excelentes Amy Adams y Jeremy Renner), especialmente ella, que debe comprender cómo mirar el universo físico y, especialmente, el temporal para tomar decisiones. Es cierto que no falta la componente de sátira política -sátira no cómica-, pero finalmente se llega a la misma conclusión que en todos los casos anteriores: la unión hace la fuerza. Quizás -en estos tiempos de intolerancias varias y reinstalación de fronteras estúpidas- parezca demasiado ingenuo, pero La llegada es digna representante de una idea fuerte. Además de combinar el mundo interior de un personaje con los extraordinarios acontecimientos que suceden a su alrededor, algo también imprescindible en esta tradición en la que la Historia “grande” se contrapone a lo cotidiano.
Y por último, la más pesimista de todas, ¡Sobreviven! (AppleTV) de John Carpenter. Clásico de los 80, inspirada por un telefilm de los 70, cuenta cómo un tipo muy común, un vagabundo, encuentra unos anteojos de sol que revelan un mundo en blanco y negro donde seres extraterrestres dominan a los humanos, los hacen consumir y controlan los gobiernos. Hay elementos muy interesantes (un asentamiento miserable aplastado por topadoras; un cura que trabaja con los pobres y se une a una resistencia poco probable) que parecen adelantarse a tendencias “latinoamericanas” posteriores -el film es de 1987-, pero se insertan perfectamente en la trama. Es, de todas estas películas, la más parecida a El Eternauta, no quizás en lo épico -la misión final de quienes “saben” es tomar un canal de televisión y desenmascarar a los invasores-, sino en cómo son las personas más comunes, incluso las más invisibles de la sociedad, las que terminan tomando la gran iniciativa de supervivencia. Pero dijimos “pesimista”: si el final de la Body Snatchers original implicaba un hombre gritando la verdad y siendo ignorado (algo que bien podía ser accidental), aquí los invasores son finalmente descubiertos, puestos delante de los ojos de millones de personas. Pero Carpenter no muestra una rebelión final, no muestra las consecuencias de tal develamiento, sino que nos deja sospechar que quizás muchos preferirían vivir en el mundo virtual del color falso aunque el poder domine en blanco y negro, con lo que se adelantó también al tema por excelencia del siglo XXI: si aceptamos lo real o nos quedamos con lo virtual (¿recuerdan Matrix?). En todo caso, la invasión podrá ser extraterrestre, pero va por dentro.
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