Tal vez le venga bien a River lo que le pasó en Asunción. Si efectivamente Gallardo, como dejó entrever en su conferencia de prensa post caída ante Talleres por penales, cambia drásticamente a partir de ahora el enfoque en el armado de su equipo, haber perdido la Supercopa Internacional pudo haber sido el cachetazo que necesitaba para hacer ese click que él imaginaba con una victoria: si el CARP ganaba la tanda de penales, después de haber jugado más de 120 minutos contra un rival que marcha anteúltimo de su zona en el Apertura sin patear al arco (para la estadística, un solo tiro: un cabezazo débil y forzado de Borja, poco menos que un pase a Guido Herrera), posiblemente la agonía futbolística de este River se habría estirado por un buen tiempo más.
Ésa es la buena noticia para River, si es que se la puede llamar buena noticia: que el golpe llegó temprano. La mala, en ese sentido, es que aún con la certeza de que la cosa así no va, hay un limitante que es un plantel que ya está prácticamente cerrado (le queda una semana de sobrevida a su libro de pases) para lo que resta del semestre y que será la base de la temporada. (Un avión que ya despegó o, en palabras del Muñeco, un tren que ya está en marcha). Un plantel que paradójicamente es un limitante aunque ofrezca decenas de opciones. Un plantel que tiene demasiados nombres pero muy poca actualidad. Un plantel que se ve futbolísticamente aburguesado, sin hambre y diagramado con nostalgia. El mejor momento de la mayoría de los jugadores de River ya pasó. Y ése es todo un problema para un entrenador que se destacó siempre por propiciar esos mejores momentos, incluso por concebirlos.
El CARP está empecinado desde hace años en intentar recrear la década más gloriosa de la historia. Y no está mal, claro: cómo podría estar mal. Lo que sí a esta altura se revela equivocado y si se permite ingenuo es que en pos de repetir las fórmulas del éxito se busque sistemáticamente a los mismos futbolistas que lo protagonizaron. Por una razón no menos simple que dolorosa: no son los mismos futbolistas.
Por supuesto que no todos los casos son iguales y no entran en discusión regresos que se dieron con presentes de Selección como los de Pezzella, Martínez Quarta y Montiel: de hecho, estos últimos dos inauguraron una nueva categoría, contracultural, en esta política de mercado evocativa por la edad con la que pegaron la vuelta (28 años) desde Europa. Pero visto en retrospectiva, de los ya 22 jugadores que retornaron a River en esta década, casi no hay historias felices para destacar: un paso apenas positivo de D’Alessandro en 2016, algunas pinceladas de Quintero en 2022 para iluminar a un equipo casi siempre apagado, los primeros partidos de Pezzella el año pasado mostrando su jerarquía hasta la fea noche en Belo Horizonte, chispazos y solo chispazos del Pity Martínez. No se replica en este período el proverbio del héroe que vuelve a casa para irse con la corona de rey como ocurrió en el último ciclo del Beto Alonso, con la reaparición de Enzo Francescoli o incluso con la de Fernando Cavenaghi.
La búsqueda para aplicar las recetas de los mejores equipos de Gallardo necesariamente deberá implicar también volver a crear nuevas figuras. Como tantos chicos de Inferiores que triunfaron, como tantos nombres que llegaron tras búsquedas afiladas de scouting como Alario, Borré, De la Cruz y muchos más. Como, incluso, futbolistas con experiencia pero con hambre de gloria, que todavía buscaban esa coronación para sus carreras como Scocco, Pisculichi, Matías Suárez, Pinola, etc. En términos de la vieja industria discográfica: volver, de una buena vez, a sacar un álbum de estudio para una banda que lleva varias temporadas lanzando compilados de sus greatest hits.
Este River es un equipo espeso, con transiciones lentas, sin agresividad en fases de ataque ni en presión alta para recuperar tras pérdida, con una posesión esteril, pastosa, previsible y en consecuencia inofensiva, con una corrección insoportable para jugar que no rompe esquemas, sin desequilibrio por asociaciones ni por uno contra uno, casi sin remates de media y larga distancia, sin delanteros picantes como tuvieron las creaciones más ambiciosas de MG. Por las redes, hace pocos días, circuló la captura de una lista de convocados para algún partido de 2019, integrada por Pratto, Scocco, Borré, Matías Suárez y Julián Álvarez: a más de uno se le piantó un lagrimón por mirarse en este espejo que hoy muestra a un Borja con el que River tiene una relación tóxica que nunca terminará de ser feliz, a un Colidio que está lejos de ser decisivo, a un Driussi que lógicamente no tiene el ritmo competitivo que exige el fútbol a este lado del mundo luego de tres meses de inactividad y de muchos años jugando en ligas menores y a un Gonzalo Tapia que por ahora no mostró condiciones técnicas acordes a la camiseta que viste. Apenas un indicador de lo desierto que está el ataque de River es que el paso de Solari por el club, apenas entre aceptable y discreto, envejece cada día mejor: hoy no hay un delantero que tan siquiera rompa en velocidad como por características hacía -generalmente con resoluciones fallidas- el puntano que ahora juega en Moscú. Defender contra este River es demasiado fácil.
Es una parte, apenas una, de la explicación a un récord negativo para la historia de la institución: nunca antes en estos más de 120 años había tenido un arranque de temporada con tan pocos goles (siete en nueve presentaciones). Que a cualquier equipo de fútbol le cueste tanto hacer un gol es un problema grave, pero que a River le cueste tanto hacer un gol es un problema herético, un golpe mortal al paladar. Y los delanteros no son los únicos responsables. Principalmente lo es todo el conjunto, su falta de funcionamiento, y por consiguiente el propio entrenador. En este arranque de año al Muñeco se lo vio algo perdido, sin encontrar variantes, con el agravante de que el armado de este plantel ya le corresponde sí exclusivamente a él después de una serie de pésimos mercados de pases durante la gestión Demichelis, de la que quedan pocos rastros a todo nivel, que indefectiblemente condicionaron los primeros meses de este segundo ciclo. Ahora, con un staff hecho a medida, River no es más que el anterior. O, para ser justos, sí lo es defensivamente, principalmente gracias a Armani, a Montiel y a marcadores centrales de jerarquía internacional. Pero hacia adelante no hay casi nada para rescatar: la sala de máquinas no funciona, los volantes tienen la marcha cansada, Enzo Pérez deja todo pero a los 39 años necesita al lado a un Ascacibar, a un tipo fresco, que tenga piernas para cumplir ese rol. Acaso esa sea la desoladora explicación por la que jugó tanto un Santiago Simón que es de los pocos físicamente aptos para esa función pero que no aporta casi nada desde hace rato con la pelota en los pies y que no justifica por nivel su titularidad.
Hace ya varias semanas que Gallardo acepta que su River necesita más frescura, más energía. Tal vez sea una buena oportunidad para buscarla abajo, en los chicos del club, los que no deben cargar con la mochila de rescatar al CARP pero los que siempre, en todas las épocas, lo rescataron imponiéndose. Acaso ese “cambio” que mencionó el técnico en Asunción pueda tener que ver también con eso, con acentuar en serio lo que por goteo empezó a hacer en los últimos días, convocando a algunos juveniles e incluso dándoles un lugar entre los concentrados por encima de referentes (Lencina sacó de la lista hace no mucho a Nacho Fernández).
Por lo demás, el cambio tendrá que venir también desde el mensaje, desde el contagio y desde la exigencia del propio cuerpo técnico hacia futbolistas que en muchos casos parecen jugar sobrados, como si fueran conscientes de que son mejores que los rivales pero sin demostrarlo casi nunca, en un estado de confort exasperante: River les da todo pero eso debiera suponer una exigencia acorde. En ese sentido, la impaciencia que notó el mismo Muñeco en este comienzo de año puede tener que ver con un estado general de época de intolerancia a la frustración pero mucho más, en el caso de River, por la respuesta de un plantel con jugadores que desde hace años no dan la talla a un colectivo de hinchas que los apoyó casi ciegamente y que lleva 85.000 personas a cada partido. La serenidad que pidió MG después de unos pocos meses de trabajo está desfasada en el plano temporal con la sensación de hartazgo de gente que ve, por ejemplo, cómo se sigue apostando por un Lanzini que desde hace ya casi dos años es una sombra de lo que alguna vez fue. Gente que hace rato recibe bastantes más alegrías de Boca que de su propio equipo.
El crédito de Gallardo tiende a infinito por muchos y obvios motivos, pero especialmente porque, como bien recordó, ya pasó por momentos como este, incluso por momentos peores, que derivaron en campañas felices e inolvidables. Tal vez este golpe haya sido entonces necesario, tal vez de aquí resulte algo distinto, una nueva búsqueda para un River que parece atrapado en el pasado y que debe volver al futuro.

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Fuente: Olé.com.ar
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