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Coldplay en la tapa de Rolling Stone: “Al convertirte en la banda más grande del mundo también te convertís en la menos popular”

Chris Martin en el mar, cerca de su casa de Malibú, en noviembre pasado. Yana Yatsuk

El cielo nocturno sobre Nueva Zelanda es maravillosamente gigante, de un negro profundo y sin límites. Es el tipo de cielo que te hace consciente de la pequeñez de la Tierra en la inmensidad del cosmos. El tipo de cielo que te llena de asombro ante la belleza y el misterio de la existencia. El tipo de cielo que te hace pensar cómo, desde un lejano punto de vista espacial, las diferencias humanas simplemente desaparecen y nos convertimos todos juntos en un solo ser, flotando en armonía en nuestra hermosa esfera azul y verde.

Por eso es apropiado que, una noche de mediados de noviembre, Chris Martin se encuentre bajo ese cielo, vagando por los muelles del Viaduct Harbour de Auckland cerca de la medianoche, reflexionando sobre la creación en general y sobre su lugar en ella. No era la primera vez que veía el agua ese día. Un maestro espiritual le dijo una vez: “Si te sentís un poco deprimido, salí a caminar y mirá hacia arriba. Eso te levanta el ánimo”. Es un consejo que siguió en ese momento y que ha seguido desde entonces. Martin, un músico conocido por su mentalidad reflexiva, tiende a tener mucho en qué pensar.

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La tapa de la revista Rolling Stone Argentina #322, editada en enero de 2025.

“Si te alejás unos quince kilómetros hacia arriba, podés ver que las diferencias son mínimas, pero las cosas que te conectan con las otras personas son muy poderosas”, dice con calma, en un tono pausado, bajo el cielo que se arquea sobre él. “Y si retrocedés la suficiente cantidad de generaciones, te das cuenta de que todos somos de la misma familia, en definitiva. Así que, de alguna manera, nunca estás sin tu familia. Nunca estás solo”.

Martin lleva un cuarto de siglo como el líder de Coldplay, que, según algunos, es la banda de rock más grande del planeta en este momento. Su gira Music of the Spheres, que comenzó en marzo de 2022 en Costa Rica (un lugar elegido porque el 99% de su red eléctrica proviene de energía renovable), vendió más de doce millones de entradas y generó más de mil millones de dólares. Eso la convierte, al día de hoy, en la gira con más público y mayores ingresos de una banda de rock de todos los tiempos, y sin una fecha de finalización a la vista. Music of the Spheres ha batido récords de asistencia en todo el mundo, en países como Argentina, Brasil, Chile, Francia, Grecia, Indonesia, Italia, Malasia, Portugal, Rumania, Singapur y Suecia.

Y ha alcanzado estas alturas no solo gracias a sus monumentales melodías y letras universales, sino también a algo más: una visión del mundo intergaláctica que abarca la unidad, el amor y la aceptación.

O al menos eso me habían dicho. Yo había llegado la semana anterior como un potencial converso a la religión Coldplay, volando desde Estados Unidos la noche de la elección presidencial y aterrizando en Sídney a tiempo para ver tres shows de la etapa australiana de la gira. Vagando por el Accor Stadium mientras entraban los fans, charlé con asistentes que llevaban glitter en el rostro y una expresión eufórica. Me dijeron que estaban allí no solo por la música, sino también por la “onda”.

Sin embargo, nada podría haberme preparado para el festival de amor que es asistir a un show de Coldplay, cada milisegundo calculado para provocar explosiones máximas de alegría colectiva. Había cañones de papel picado descargando su munición de alegría colorida sobre el aire, globos que se elevaban al cielo y un desfile literal de hermosos planetas inflables, las imaginarias “esferas” que supuestamente inspiraron los últimos dos discos de Coldplay (Music of the Spheres Vol. 1: From Earth with Love de 2021, y el reciente Music of the Spheres Vol. 2: Moon Music). Había pulseras LED que se iluminaban al compás de la música, miembros holográficos de BTS que se “subían” al escenario para una emotiva versión de “My Universe” (una colaboración de 2021 con la banda surcoreana) y sampleos de Louis Armstrong diciendo “qué mundo maravilloso sería si tan solo le diéramos una oportunidad”.

Martin también nos pidió que levantáramos las manos al cielo, agitáramos los dedos y enviáramos “un poco de esta energía, un poco de este amor, a Ucrania, Estados Unidos, Myanmar o cualquier lugar donde haya personas pacíficas que necesiten amor australiano”. Hubo cuatro grandes shows de fuegos artificiales. Cuatro, sí.

La primera noche, durante un segmento en el que Martin lee los carteles del público y sorprende a alguien invitándolo al escenario, cantó “Magic” para una pareja joven que había reprogramado su luna de miel para poder llegar. La segunda noche, interpretó “Everglow” para una pareja cuyo cartel decía que su perro, Benji, tenía cáncer y que la música de Coldplay los estaba ayudando a sobrellevarlo. (“¿Entonces Benji es un perro?”, aclaró Martin al leer el cartel de cerca. “OK, no lo había entendido. Bueno… nos importan todos los seres, así que cantemos para Benji, su perro”).

La última noche, antes de invitar al escenario a un hombre con bigote vestido con un enterito morado de unicornio (y después de haberme incluido en el abrazo grupal que se dan él, el baterista Will Champion, el guitarrista Jonny Buckland y el bajista Guy Berryman antes de cada show), Martin empezó a tocar “Yellow” diciendo: “Esta está dedicada a Alex”. Yo estaba seguro de que había escuchado mal, hasta que un representante del sello discográfico me lo confirmó: “Creo que acaba de dedicarte esa canción”.

coldplay-en-la-tapa-de-rolling-stone-al-convertirte-en-la-banda-mas-grande-del-mundo-tambien-te-convertis-en-la-menos-popular-1 Coldplay en la tapa de Rolling Stone: “Al convertirte en la banda más grande del mundo también te convertís en la menos popular”
“No estoy siempre descalzo”, dice Martin, “amo los zapatos y amo no tener zapatos”. (Foto: Yana Yatsuk)

Al final del show, cuando nos dieron nuestros “lentes lunares”, que transforman los puntos de luz en arcoíris con forma de corazón, supe sin duda que mis emociones estaban siendo manipuladas. Pero ¿saben qué? No soy tan cínico como para que me importe. Estados Unidos tal vez acaba de elegir a un autoritario, el planeta tal vez se está incendiando e inundando al mismo tiempo, nuestra especie podría estar extinguiéndose lentamente junto con todas las demás, pero en ese estadio, esas noches, todas esas preocupaciones parecían posiblemente (¿probablemente?) solucionables con la aplicación generalizada del amor por la humanidad (¡y todos los seres!) de Coldplay. Con Martin cantando “Fix You” ahí mismo, sentado al piano.

Así que, ok. Así me sentí en ese momento. A la fría luz del día, mientras me preparaba para encontrarme con Martin para nuestra primera entrevista oficial, comenzaron a surgir dudas sobre el papel de una banda de rock en la salvación del planeta. Desde lejos, ciertamente hay algo de gurú o asceta en Martin, algo muy de trabajo de terapia y también algo ligeramente extraterrestre. No es solo la fama, el matrimonio con una celebridad, el divorcio “consciente” de esa celebridad, la alimentación saludable y la abstemia. Es, en general, sí, la onda. Ahora que mis sentidos ya no estaban siendo bombardeados con amor, me preguntaba: ¿este tipo será real?
Bueno, así es como estoy dos días después del último show de la banda en Sídney, cuando Martin entra torpemente en una suite de hotel con una vista impresionante al puerto de Auckland. Lleva una expresión generosa, aros hechos con hilos de colores y el mismo suéter negro con imágenes de la Tierra, la Luna y las estrellas que había usado en la entrega de los Grammys dos años atrás. Trae un bowl con unas bolitas marrones, una especie de mix saludable, y un frasco lleno de jugo de sandía. Insiste en compartir todo conmigo. Parece irradiar una energía zen, como alguien que acaba de terminar un ayuno.

Casi de inmediato, una afirmación personal: quiere que me sienta libre para escribir sin restricciones. “Cualquier cosa que pueda no ser cool, no me importa. Hacé lo que quieras”, dice desde la vueltita de un sofá moderno en forma de L. “Llevo mucho tiempo sin necesitar la aprobación de otras personas. Es una práctica diaria”. Hace una pausa, y se cruza de piernas con los pies descalzos arriba del sillón. “Creo que si este [artículo] tiene que ser útil, entonces tal vez tenga que ver la confianza de convertirte en vos mismo, sin intentar algo conforme a los viejos tropos de lo que pensabas que era un buen artículo para Rolling Stone”.

Habla con autenticidad, por supuesto, abriendo los ojos levemente, como para dejar entrar (¿o emitir?) más luz. Y, siendo honesto, es muy posible que Martin haya dejado atrás la presión de encajar en un molde que no fuera exactamente el suyo. Su banda logró vender más de 100 millones de discos y gano más de 300 premios, incluidos siete Grammys. Han perseverado y prosperado a pesar de reseñas (buenas y malas) y artículos (crueles y amables) durante más tiempo del que llevan vivos muchos de sus fans. De hecho, es seguro decir que, en este momento, Coldplay es más Coldplay que nunca, y que, después de veintiocho años, Martin ha encontrado la fórmula: que Coldplay sea justamente Coldplay, el único Coldplay que saben ser. “Hubo momentos en los que [decíamos]: ‘Bueno, probablemente deberíamos intentar vernos un poco así o hablar un poco asá’”, dice Martin. “Y ahora decimos: ‘No’. Seguí tus impulsos. Y ese es un lugar muy liberador donde estar. Si quiero que una marioneta cante una parte de una canción, bueno, tal vez a algunas personas no les guste, por ejemplo a mi mamá. Pero mi punto es que eso es parte de mi viaje, decir: ‘Te quiero y esto es lo que hacemos’”.

Para ser justos, esta visión los llevó a hacer algunas cosas bastante locas últimamente, desde el día en que Martin apareció cantando karaoke en Las Vegas, disfrazado de un alter ego llamado Nigel Crisp, hasta cuando la banda presentó Moon Music junto a tostadoras eléctricas y juegos de té de marca en la señal de aire QVC: treinta y dos minutos de televisión tan bizarros que supuse que era una obra de arte performática, hasta que Martin me dijo que no lo era. “QVC fue simplemente algo divertido y raro que hicimos. Es algo extraño salir a vender un disco. Reconocimos que sí, estamos tratando de vender algo, pero realmente nos gusta lo que hacemos”.

De hecho, a medida que avanza la conversación, es difícil encontrar algo que a Martin no le guste o un tema que no pueda reinterpretar de manera positiva y empática. Trata a los detractores de Coldplay con una generosidad de espíritu profunda: “Sería terrible si viviéramos en una sociedad donde a todos tuviera que [gustarles lo mismo]. Somos un blanco muy fácil, muy regalado. Si nos atacan, no vamos a contraatacar. Somos cuatro hombres blancos, de clase media, de Inglaterra. Merecemos recibir un par de puteadas como mínimo por lo que nuestra gente hizo en el mundo. De hecho, hay una razón por la que podemos tocar en todo el mundo y en parte no es necesariamente algo saludable”.

Incluso cuando menciono las elecciones en Estados Unidos, Martin encuentra una perspectiva optimista. “Por supuesto que tengo mis inclinaciones generales, que probablemente se describirían como extremadamente prodemócratas”, dice. “Pero las elecciones y el ciclo de noticias te hacen pensar: ‘Bueno, hay dos tipos diferentes de humanos en la Tierra, y se odian entre sí, y es un desastre’. Podrías verlo así, que hay una grieta entre dos grupos de personas. Pero yo tengo un trabajo en el que todo el tiempo veo justamente lo opuesto. Todos los días subo al escenario y no veo una grieta, solo veo colaboración. Así que mi punto es: ¿cómo podemos, como banda, ser una fuerza que ayude a la gente a recordar: ‘Ah, en realidad no estamos en guerra con el resto de la humanidad’?”.

Para este momento, ya hemos salido del hotel y estamos intentando, sin éxito, pasar por unas puertas cerradas y bajar al puerto, seguidos de manera casi imperceptible por la guardaespaldas de Martin. (“Hacía de villana en películas chinas de kung-fu, después creó una empresa de seguridad en Hong Kong y ahora viene de vez en cuando conmigo. ¿No es increíble?”). Dice que rara vez lo reconocen cuando simplemente camina por ahí: “Hay una cosa de idiosincrasia sobre ser famoso, pero me parezco a tanta gente que fácilmente puedo fingir no ser yo”. Cuando le señalo que la gente podría notar que está descalzo, aunque no sepan que es famoso, Martin se encoge de hombros: “No siempre estoy descalzo. Me encanta el calzado, y también me encanta no usar calzado. No estoy tratando de faltarle el respeto a la comunidad de los enzapatados”.

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(Foto: Yana Yatsuk)

Finalmente encontramos un portón abierto y, con solo ignorar el cartel de “prohibido el paso”, Martin se dirige al extremo de un largo muelle. Me quito mis propios zapatos y dejamos que nuestros pies cuelguen sobre el agua fresca y revitalizante. Hay pequeños peces plateados que revolotean cerca de nuestros dedos. Martin mira hacia el horizonte, después cierra los ojos y levanta el rostro hacia el sol de la tarde. “Esto es muy especial. Gracias por este momento”, dice.

Parece auténtico. Muy, muy, muy auténtico. En todos los atributos de rockero de Rolling Stone que ha dejado de lado. En la aceptación, de parte de Coldplay, de que su mensaje es precisamente la aceptación. Pero también, ahora, en cómo tal vez ese mensaje es el que Martin más necesita escuchar. “Cuando digo estas cosas sobre la paz mundial, también estoy hablando de mi propio interior”, me cuenta. “Es un trabajo diario no odiarte a vos mismo. Olvidate de los críticos externos, también están los internos. Esa es realmente nuestra misión ahora: conscientemente estamos tratando de enarbolar la bandera de que el amor es una forma de abordar todas las cosas. No hay muchos [grupos] que puedan promover esa filosofía frente a tanta gente. Así que lo hacemos. Y yo también necesito escuchar eso, para no rendirme y volverme alguien amargado, retorcido, encerrado, que odia a todos. No quiero hacer eso, pero es tan tentador”.

Lo que está diciendo es: la aceptación radical (de los demás, de uno mismo; especialmente de uno mismo) requiere trabajo, incluso cierta manipulación emocional. A veces necesitás que esté escrito en letra grande frente a un estadio lleno de gente. A veces necesitás fuegos artificiales, literalmente.

“Quizás la teatralidad sea parte de eso”, reflexiona. “Es un poco como Disneylandia, en el sentido de decir ‘ok, existamos un par de horas en este lugar donde nadie se odia’”. Martin sonríe. “El segundo lugar más feliz del mundo. Copyright, Coldplay”.

Una semana después, nos encontramos en el estudio de Martin en Malibú que, ese día, podría competir por ser el tercer lugar más feliz del mundo. Los edificios hexagonales de madera y yeso, que alguna vez fueron el Malibu Playhouse y ahora están en proceso de convertirse en la base estadounidense de la banda, emiten una onda de monasterio hindú, agrupados cerca de la cima de una colina que desciende hacia el mar brillante. En una dirección se extienden hileras de cultivos, que mantiene un joven alegre llamado Sam. Abejas de la colmena de la propiedad zumban emocionadas entre las margaritas (más tarde, cuando una se pose en el almuerzo de Martin, él comentará su llegada y la dejará descansar indefinidamente en su comida). La luz abunda.

La noche anterior, Martin presumiblemente se había quedado despierto hasta altas horas de la madrugada, como suele hacer. “A esa hora de la noche, la música flota”, dice, aunque, para ser honesto, “las canciones aparecen en cualquier lado. Te despiertan, las canciones. Siempre son una sorpresa para mí. A veces el título llega mucho antes, y está esperando que llegue la canción, la canción correcta. Hubo como seis ‘Viva La Vida’ muy malas, y después llegó la verdadera”.

Estamos hablando en una sala conocida como Rainforest, donde se “organizaron”, como él dice, los últimos dos discos de Coldplay. Los títulos de algunas canciones de Moon Music están escritos con marcadores de colores en las paredes de chapadur blanco. En la repisa de una chimenea de piedra descansan un jarrón con flores secas, una cámara Polaroid, una tarjeta firmada a mano por BTS y una copia enmarcada de los “12 Mandamientos” de Max Martin (“Matarás a tus favoritos… Te atreverás a fracasar…”). Martin me trajo un regalo: una antología de los cuentos de Sherlock Holmes, que me había mencionado en Nueva Zelanda cuando hablaba de lo mucho que le gustaba “perderse en un mundo de sueños” y cómo estaba “tan obsesionado con Mary Poppins como con Radiohead”. Abre el índice y, con un marcador azul, marca los cuentos que más le gustan. Dice que alguna vez tenía un truco que hacía en las fiestas: leía una oración de cualquier página y podía decir de qué cuento era. Cree que ya no podría hacerlo. Abro la página 327 y leo unas líneas poco distintivas. “¿No es ‘La aventura de las hayas cobrizas?’”, pregunta. (Respuesta… correcta).

Esa mañana se despertó alrededor de las 9, todavía afectado por el jet lag de estar del otro lado del mundo (“El jet lag distorsiona emocionalmente, ¿no? También es interesante volver a Estados Unidos, solo que tratando de no ver las noticias”). Meditó durante veintiún minutos. Después hizo “mis rezos, enviarle pensamientos a la gente”. Escribió libremente durante doce minutos y, después, como siempre hace, quemó lo que había escrito o lo tiró por el inodoro: una especie de exorcismo. “Escribo cosas ahí que no creerías, son las partes más crueles, desagradables, agresivas y enojadas de mí… pero nadie las lee. Las destruyo después de escribirlas”, explica. “Pero salen”.

Cuando estamos yendo al patio trasero, se detiene en un piano vertical al que le falta la tapa frontal, se sienta en el banco y me pregunta si quiero escuchar una pieza instrumental en la que estuvo trabajando. La canción (no recuerda qué título había decidido ponerle) es calmante y ligeramente refinada, sus trinos suenan como el tintineo de una fuente.

“Algo así”, dice después de un minuto o dos, levantando las manos de las teclas y besando rápidamente el piano. “No la estoy tocando muy bien. Va a ser buena algún día, cuando sepa tocarla”.

Afuera, el almuerzo (una ensalada otoñal de kale para mí; croquetas de carne en pan sin gluten para Martin) está servido en una mesa de picnic bajo las ramas de un gran árbol. Detrás de Martin, la pared de un edificio está pintada con un paisaje marino firmado “Apple & Chris”. “Me gustan [mis hijos] muchísimo. Aunque no son biológicamente míos: estoy revelando la noticia ahora”, bromea. “Mi nuevo chiste favorito para hacerle una gastada a mi hijo es cuando estamos caminando por la calle y alguien se nos acerca y dice: ‘Perdón por molestarte mientras estás con tu hijo’, yo respondo: ‘Él no es mi hijo. Es mi pareja’”. Se ríe profundamente. “Sí. Los quiero un montón. Y creo que sí son míos, para ser justo”.

Me cuenta que la próxima semana viajará a París para asistir al renombrado Bal des Débutantes con Apple, de veinte años. Es “algo que nunca pensé que haría, pero porque la amo tanto, digo: ‘OK’”. Además, ahora que Moses, de dieciocho, también está en la universidad, es una oportunidad para reunir a la familia. “Es triste”, dice sobre el nido vacío. “Esa es la única palabra. Pero, por supuesto, sería más raro si me dijeran: ‘No puedo irme’. Entonces estarías más preocupado”.

Pronto estamos hablando sobre el yin y el yang del apego, la idea de que cuanto más amás a alguien, más difícil es perderlo, un tema que aparece no solo en Ghost Stories, el álbum de 2014 escrito en medio de la tormenta de su separación de Gwyneth Paltrow, sino también en toda la discografía de Coldplay. En marzo, circularon rumores sobre el compromiso de Martin con su pareja de largo tiempo, Dakota Johnson; últimamente, los tabloides han sugerido que la relación se enfrió. Martin no quiere hablar de nada de eso porque, según él, el tema involucra la privacidad de otra persona. “Es importante decir que [el amor romántico] es un factor tan grande en todo, aunque lo correcto sea custodiarlo como algo precioso y mantenerlo en privado; pero no niego su poder”, concede. Menciona a Johnson en varias ocasiones, incluyendo que escucharon “Golden Hour” de Kacey Musgraves juntos en los últimos días. Más tarde, dice que tiene solo un puñado de mejores amigos y los menciona: “Phil, Dakota, Jonny, Will y Guy. Mis hijos”.

Tal vez la idea de un Martin con el corazón roto es solo algo que queda bien con el relato. Martin ya escribía canciones de ruptura mucho antes de perder su virginidad a los veintidós años o incluso antes de tener una relación que romper, para empezar. “Hay una parte de mí que siempre estuvo un poco rota desde el principio”, dice. “Tal vez tenía que ver con el mundo, tal vez solo era la condición humana. Espero que no suene pretencioso. No me importa si suena pretencioso, en verdad. Siempre tuve esta profunda alegría mezclada con una profunda tristeza”.

Tenía once años la primera vez que sintió que lo invadía la empatía, con tanta fuerza que lo sorprendió. “Recuerdo estar sentado con otro chico en una camioneta, y podía darme cuenta de que había algo que estaba pasando, pero no sabíamos cómo articularlo. Nada más pensaba: ‘¿por qué siento tan fuerte lo que le está pasando a este tipo?’. Es una parte extraña de mí: puedo sentir la tristeza de las personas con mucha intensidad. Y mi propia mierda emocional también la siento con bastante intensidad. Tal vez es solo ser humano. O tal vez necesitás sentirlo si sos el tipo de persona a la que le bajan canciones”.

Sin importar cómo ocurrió (y cuál haya sido el resultado), es una cualidad característica. “Él estuvo ahí para mí cuando me separé y estaba destrozada”, me cuenta Shakira, su amiga de toda la vida. “Me escribía todos los días para saber cómo estaba, me mandaba palabras de apoyo, fortaleza y sabiduría. Lo veo como una persona que ve la vida desde una perspectiva diferente, que es sensible a las necesidades de los demás y muy empática, muy empática”.

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(Foto: Yana Yatsuk)

Habiendo crecido en una familia hiperreligiosa en Devon, Inglaterra, hijo mayor de un contador y una profesora de música de Zimbabue, Martin fue criado con “la perspectiva del cielo y el infierno siempre presente”, como le dijo a Rolling Stone en 2008. El primer evento en vivo al que asistió fue una transmisión satelital del pastor neoevangelista Billy Graham. Los primeros festivales de música a los que fue eran de música cristiana. Fue a clases de coro, pero “no era lo suficientemente bueno para estar en el coro”. Después, a los trece años, comenzó a vivir como pupilo en la estricta y elitista Sherborne School, donde conoció a Phil Harvey (el manager de Coldplay y el quinto miembro no oficial) mientras esperaban en la fila para la tostadora de pan.

“Eso pasó en Alimentación General”, especificará más tarde Harvey. “Ese era el nombre de la cafetería. O sea, eso realmente te da una idea de la escuela. Era muy impersonal, un ambiente difícil. Las bandas no eran algo importante en nuestra escuela. El rugby, sí”.

En Sherborne, Martin fue presidente del club de fans de Sting, tocó con Harvey en una banda de blues (toda de chicos blancos) llamada The Rockin’ Honkies y fue cruelmente hostigado. “Ahora lo ves a Chris y es un tipo de 1,90, musculoso, una estatua, una figura muy imponente”, dice Harvey. “Pero en ese entonces era delgaducho, torpe, afeminado. Tenía muchos elementos femeninos, creo que él sería el primero en decirlo, pero en un internado para chicos no hay matices. Detectaban debilidades y puntos blandos, y simplemente iban por ellos. Fue todo bastante brutal”.

No ayudaba que todavía se considerara a sí mismo un “devoto” marcado por la perspectiva del cielo y el infierno, aterrorizado de solo pensar en las tetas y también aterrorizado de no pensar demasiado en las tetas porque lo más aterrador era la posibilidad de que pudiera ser gay. “Todo ese dogma y decirles a los chiquilines de seis años que son pecadores es algo bastante extraño”, dice ahora Martin cuando le saco el tema. “Y te lleva toda una vida desentrañar eso. Lleva muchos años y muchos discos sacarse eso de encima”.

Harvey dice que el humor se convirtió en el mecanismo de defensa de Martin (“Siempre logró activar eso; si decide que quiere hacerte reír, te va a hacer reír”). Poco a poco, también, su ingenuidad y rigidez teológica comenzaron a perder firmeza. “No creo que ser gay esté mal, tampoco creo que nadie merezca arder en el infierno por la eternidad”, dice Martin. “Es un poco exagerado”.

En 1996, los cuatro miembros de Coldplay se conocieron en Ramsey Hall, durante su primera semana en la University College de Londres. Poco después, Martin escuchó a Buckland tocando la guitarra detrás de la puerta de su habitación. “Era como un torbellino”, me cuenta Buckland. “Fue como: ‘¿Tocás la guitarra? Genial. Hagamos algo’”. Comenzaron a ensayar en el baño compartido del dormitorio, que tenía buena acústica. Berryman se unió unos meses después y Champion otro tanto, cuando el baterista con el que estaban trabajando se fue en medio de una sesión de grabación (terminó tocando en Keane). Los miembros de la banda firmaron su primer contrato discográfico en abril de 1999 y dieron sus exámenes finales un mes después. Para alguien de la familia de Martin, la idea de ser una estrella de rock era tan improbable que en ese momento una mujer se acercó a su padre en un almuerzo y le dijo: “Lamento mucho escuchar eso sobre tu hijo”. “Ella lo decía muy en serio”, dice Martin. “‘Lamento mucho escuchar que tu hijo está desperdiciando toda esa educación’. Y para ser justo con mi papá, creo que dijo: ‘Oh, no te preocupes, todo va a estar bien’”.

En algunos aspectos, fue así; en otros, no. A medida que el sonido de Coldplay comenzó a llenar estadios, empezó la inevitable reacción en contra, las acusaciones de que hacían “música para mojar la cama”, que eran demasiado clase media, demasiado sinceros, demasiado buenos. (”Creo que somos gente compasiva. No siempre somos buenos”, especifica Martin.) The New York Times calificó a Coldplay como “la banda más insoportable de la década”, a lo que Martin no reaccionó destrozando guitarras ni suites de hotel, sino que convirtió la indiferencia en una forma de arte, sentándose con Joe Levy de Rolling Stone para decir que solo quería hacer que la banda fuera “un poco más soportable”.

La creación y el lanzamiento de Ghost Stories fue otro punto delicado. La banda apenas hizo gira con el álbum y Martin estaba tan decaído y pasaba tanto tiempo solo que sus compañeros estaban preocupados por él. “Mirá, trato de… tengo que elegir las palabras con cuidado”, dice Harvey. “Creo que Chris lleva mucho dolor, daño o trauma dentro suyo. Y todo eso se formó en él en gran parte durante esos años de adolescencia. Creo que ha desarrollado muchos mecanismos, no para controlar todo eso, sino para estar en paz y hacer una alquimia con todas esas cosas. A veces está muy deprimido, yo me preocupo por él, y parece que está descendiendo a las profundidades de su estado de ánimo más oscuro. Después usa esa desesperación, esa oscuridad como inspiración”.

Otros grupos de su época se iban separando o desvaneciendo mientras el éxito de Coldplay dependía de la capacidad de Martin para esa alquimia, tanto emocional como creativa. “He estado pensando en eso últimamente”, dice Champion sobre la durabilidad de Coldplay. “Chris es obviamente imparable, nunca para, es así de simple. Siempre decimos, después de una etapa en cada gira: ‘Por favor, descansemos un poco’. Y después, en uno o dos días, llega un mail diciendo: ‘Oigan, tengo esta idea nueva’. Es maravilloso. Nunca querría que se tomara un descanso de su creatividad porque realmente la necesita para darle sentido a [su vida]”.

Y aunque la banda ha alquimizado y evolucionado para incorporar nuevas tendencias y géneros —desde EDM hasta Afrobeat– ha logrado mantener una cierta “esencia Coldplay”. “Nuestra gran alegría es mirar [al público] y ver que hay chicos de cinco años y jubilados”, dice Champion. Parte de esa continuidad se debe a ese constante matiz de urgencia en la voz de Martin, parte a los grandes acordes y coros de catedral, parte a las letras, que logran una ambigüedad cruda. “A veces siento que somos más poderosos en países donde no se habla mucho inglés”, dice Martin. “No soy el mejor letrista del mundo ni lejos, pero creo que, si no hablás inglés, hay una sensación que tenés [con las letras]”.

El viento comenzó a levantar y la tarde se puso fría. Limpiamos nuestros platos por arriba y los llevamos a la pequeña cocina del estudio, después vamos a una sala de estar con vista al campo.

Menciono la teoría de la adaptación hedónica: la idea de que todos tenemos una base individual de felicidad que, salvo que se interponga una calamidad, tiende a acompañarnos a lo largo de la vida. En una escala del uno al diez, pregunto, ¿dónde pondría Martin su felicidad? “Diría que soy uno y diez”, responde. “Los extremos son iguales. Lo que significa que, cada vez más, me doy cuenta de que siempre estoy en ambos extremos, y no hay nada en el medio. Pero la mayor parte del día se pasa tratando de ocupar el medio, lo que Rabindranath Tagore llamaría ‘tensión-integridad’: una cuerda de violín tirada en dos direcciones violentamente, y la música en el medio, eso es tensión-integridad”.

Está tratando de explicar lo que quiere decir, cómo se siente esa tensión, o al menos de dónde viene: “Es como que empezás como banda con tres fans y un tipo en el bar que piensa que sos una mierda. Y después llegás a una banda con 3000 fans y diez tipos en internet que piensan que sos una mierda. Y después, al convertirte en la banda más grande del mundo, también te convertís en la banda menos popular del mundo. Nunca podés escapar. Nunca ganás, si buscás solo ganar. Cuanto más fuerte es la luz, más oscura es la sombra”.

Dice que ciertos eventos, textos y personas lo han ayudado a lidiar con todo eso a lo largo del camino: el profesor de canto que le dijo que, sin importar el lugar donde tocara, debía pensar en la persona que estaba al fondo del recinto; la advertencia de Bruce Springsteen de que cada show podría ser el primero o el último para alguien; El hombre en busca de sentido de Viktor Frankl; los poemas de Rumi; el productor Brian Eno, que produjo Viva la Vida or Death and All His Friends, que salió cuando Coldplay estaba en su punto más bajo y les recordó que hacer música debería ser siempre una alegría; y sus hijos. “Incluso si tenés el entorno más soñado para tus hijos, igual a veces vienen tristes de la escuela. No podés evitarlo. Es doloroso verlo, pero cuando es tu propio hijo, no podés autodestruirte ni echarle la culpa. Y te recuerda: eso es ser humano”. Incluso el Super Bowl 2016, en el que actuó con su amiga Beyoncé y Bruno Mars, y que le había parecido bastante bien hasta que cometió el error de leer las críticas, incluso eso fue un punto de transición y crecimiento.

“Una persona muy famosa me mandó un mail y me dijo: ‘No te preocupes por lo que digan los demás’. Yo pensé: ‘¿Qué?’. No había mirado nada. Después caí en internet y estuve realmente mal por un tiempo”. Pero eventualmente sucedió algo más: se dio cuenta de que, si tuviera que hacerlo todo de nuevo, probablemente no cambiaría nada. “Y eso fue una especie de epifanía rara para mí”.

También fue una especie de alivio porque, cuando se trata de la música, no puede cambiar nada, al menos no si se trata del mensaje y de su conexión psicológica con la música. “Necesito nuestra música más que nadie”, explica. “Esas canciones son terapia, son catarsis y también son una explicación de las cosas. Y están llenas de amor, aceptación y bondad. Y a menudo están por delante de mí, en cuanto a lo que están diciendo. Son aspiracionales para mí como persona”.

“Por ejemplo, ‘A Sky Full of Stars’ se trata del amor incondicional y completo por alguien, no importa lo que te haga o si te quiere o no. Ese es un lugar casi imposible de alcanzar en la vida real, pero la canción ya está ahí, como tantas canciones (‘Oh, What a Wonderful World’). Está diciendo: ‘Amigo, si apuntás en esta dirección, las cosas podrían mejorar’”.

Hace una pausa y se ríe. “Sé que todo esto suena muy rockero”, dice burlándose de su propia bondad. “Tanto como meterse speedball”.

Pero ahí está la clave, o lo que podría ser la clave, de la longevidad de Coldplay y de todo ese asunto de ser la banda más grande del mundo: de alguna manera, lo que Martin está diciendo en estos días es lo más rockero de todo. Pensá hasta qué punto toda la bilis y el griterío de gran parte del rock de los noventa parecen desesperadamente pasados de moda en 2025, un año en el que podés —maravilla de maravillas— abrir tu teléfono en cualquier momento y ver, por ejemplo, a un chiquilín en Chad cantando alegremente una canción de Corea del Sur, o a un grupo de hombres con la cabeza rapada y tatuajes en la cara bailando al ritmo de “Pink Pony Club”. ¿Cómo, se pregunta Martin, podés no estallar de empatía y emoción? ¿Cómo podés pensar que es “otro” todo eso que está justo frente a tus ojos? Tal vez la aceptación radical sea en realidad… lo más radical de todo.

O tal vez no. Tal vez es mucho para vos: los unicornios bailarines, los arcoíris con forma de corazón, los cantos de cuna para mascotas. Pero si Coldplay es una fuerza del bien, pensá que no se trata solamente de una afirmación teórica. En noviembre de 2019, la banda pausó las giras hasta que sus miembros pudieran descubrir cómo seguir tocando con menos impacto ambiental, algo que lograron reducir en un 59 por ciento, según un equipo de científicos del MIT a los que les pagan para calcular su huella de carbono y mantenerlos en forma desde el punto de vista de la sostenibilidad ambiental. Imprimieron vinilos de Moon Music con plástico recuperado del fondo de ríos de Malasia e Indonesia, con botes que compraron para recuperarlos. (¡Funcionan con aceite de cocina usado, por el amor de Dios!) Rechazaron el precio dinámico de las entradas y se comprometieron a donar el diez por ciento de sus ingresos por las fechas de su gira por el Reino Unido en 2025 a la Music Venue Trust, una organización benéfica que fomenta la música en zonas vulnerables. Mirá lo felices que son sus empleados: el comanager, el fisioterapeuta, el encargado de redes sociales y la mujer que los ayuda a vincularse con iniciativas de accesibilidad e inclusión; miralos reunidos a la derecha del escenario, sonriendo ampliamente y bailando con entusiasmo al ritmo de “feelslikeimfallinginlove”, antes de correr por un túnel y subirse a una van fuera del estadio mientras se dispara el último juego de fuegos artificiales.

Pocas bandas son tan conscientes de asociarse y promover a artistas jóvenes de todo el mundo. (Los shows en Australia incluyeron no solo a Ayra Starr de Nigeria y Shone de Zimbabue: también talento local como Becca Hatch, Jazzy K, Emmanuel Kelly y Elly-may Barnes). “A veces parece un chico frente a un kiosco de golosinas, en su relación con la música”, me había dicho Shakira.

coldplay-en-la-tapa-de-rolling-stone-al-convertirte-en-la-banda-mas-grande-del-mundo-tambien-te-convertis-en-la-menos-popular-4 Coldplay en la tapa de Rolling Stone: “Al convertirte en la banda más grande del mundo también te convertís en la menos popular”
(Foto: Yana Yatsuk)

La tardecita del día que entrevisté a Martin en Nueva Zelanda, también organizó una “fiesta de artistas” en los apropiadamente llamados Parachute Studios. Reunió a un pequeño grupo de músicos locales para compartir la música en la que estaban trabajando. “¿Cómo está la escena en Nueva Zelanda en cuanto a ganarse la vida tocando?”, les preguntó (y no era una pregunta retórica) a los doce jóvenes artistas arrellanados en los almohadones a su alrededor. Empezó entonces una discusión sobre los músicos que trabajan sirviendo café y cómo, en países más pequeños, un artista puede pasarse la vida tocando y aun así no tener muchos seguidores.
“No podés ayudar a todos, y es una verdadera lástima”, me dice Martin más tarde. “Pero también creo que el poder de esas reuniones es juntar a la gente en su escena local. Y después te vas, y ellos se quedan, se juntan, y eso los empodera”.

Nos vamos de la fiesta de artistas, y en el hotel Martin me pregunta si quiero volver a encontrarme con él en un rato. Cuando nos volvemos a ver, ya son pasadas las 10 p.m. Vamos nuevamente al puerto, el aire huele fresco y salado, las ondas oscuras del agua golpean suavemente contra los muelles, el cielo (como ya se mencionó) es maravillosamente gigante, negro y vasto. “Vamos para la derecha”, me dice. “Caminemos por ahí y veamos el paisaje”.

“Mirá las estrellas”, me oigo diciéndole antes de darme cuenta de que las palabras ya han salido de mi boca. Es demasiado tarde para retirarlas pero en realidad no quisiera hacerlo porque, en serio, ¡mirá las estrellas! Aquí, del otro lado del mundo, forman constelaciones que nunca había visto antes en mi vida, tantas constelaciones que posiblemente brillan para vos y para todas las cosas que hacés. Martin inclina la cabeza hacia atrás y las mira.

Caminamos un rato, un largo rato, a veces en silencio. Más de una vez, Martin dice que deberíamos dar la vuelta en un punto distante, pero cuando llegamos, simplemente sigue caminando. Pasamos junto a barcos decorados con luces de Navidad, balanceándose en la oscuridad. “Creo que uno de los aspectos negativos de la banda en este punto es que la adrenalina es tan alta y los shows son tan grandes que, después, cuando eso pasa, hay un verdadero golpe de depresión”, me cuenta. “Es como que das tanta apertura, pero es algo tan hiperreal estar procesándolo todo el tiempo. Es ridículo. Y por eso mata a mucha gente. Es un trabajo bastante peligroso. Y entiendo por qué, porque es una forma de droga. Así que paso mucho tiempo solo, realmente tratando de mantenerme a flote, y caminar me ayuda mucho. Meterme al mar también”.

Me cuenta que su vida en Malibú (en una casa al final de la calle del estudio) en general es tranquila. Trata de nadar en el océano todos los días, incluso a veces de noche. Mira televisión, repite sus programas favoritos como Curb Your Enthusiasm y 30 Rock. Lee. Camina. En este momento no tiene auto. Mayormente, su vida está dedicada a la música, a esperar que le llegue, del cosmos o de otras personas. “Cada año llega alguien, un artista o una canción, un disco, que simplemente te pone en tu lugar y te hace sentir humilde y después inspirado”, dice. “¿Quién fue este año? ¿Chappell Roan? Espero que esté bien. Es difícil para los más jóvenes, especialmente si va cada uno por la suya”. Dice que no habría sobrevivido sin Jonny, Will y Guy.

Desde hace mucho tiempo, Martin sabe que Coldplay solo va a lanzar dos discos más: un musical animado, basado en una historia que Harvey y él están escribiendo, y un disco final, simplemente llamado Coldplay, que será una especie de regreso al sonido original de la banda. “La tapa del disco la sé desde 1999”, dice Martin. “Es una foto del mismo fotógrafo que sacó la portada de nuestro primer EP”. Después de eso, la banda seguirá girando: una banda legado en el proceso de vivir su propio legado.

coldplay-en-la-tapa-de-rolling-stone-al-convertirte-en-la-banda-mas-grande-del-mundo-tambien-te-convertis-en-la-menos-popular-5 Coldplay en la tapa de Rolling Stone: “Al convertirte en la banda más grande del mundo también te convertís en la menos popular”
Martin, el bajista Guy Berryman, el baterista Will Champion y el guita-rrista Jonny Buckland en Sydney. (Foto: Anna Lee)

“Chris nunca va a dejar de escribir, así que yo lo tomo con un poco de escepticismo”, me había dicho Berryman en Australia. “Todavía estamos a años de cualquier tipo de retiro. Pero creo que tenés que tener un plan. Si estás corriendo una maratón, sabés que tenés que correr 42 kilómetros. Pero si alguien te dijera: ‘OK, empezá a correr y no pares’, es bastante difícil motivarte”. Sea lo que sea que venga la próxima etapa, Martin quiere rendirles homenaje a todas esas canciones que llegaron a lo largo de las décadas pero que no encajaron dentro del “marco” de ningún álbum en particular.

“Un día vamos a hacer algo que se llame Alphabetica, un montón de tomas descartadas y canciones que no encajaron en ningún lado, pero que vamos a lanzar. Ponemos una canción que empiece con A, y otra con B, porque hay suficiente material para hacerlo, no tenemos canciones con Q. Eso es lo que me tiene atascado”.

Finalmente, volvemos al hotel, pero no antes de que Martin pregunte: “¿Cómo está tu natación?”. “¿Mi natación nocturna?”, respondo, haciendo referencia a la canción de R.E.M. “Nightswimming”. “Merece una noche tranquila”, digo citando la letra. A él le gusta la respuesta. “Una de las mejores canciones de todos los tiempos. R.E.M. para nosotros es muy importante”. Se queda en silencio por un momento. Es raro reflexionar sobre el legado. “La mitad del tiempo siento que no he hecho nada más que fallar toda mi vida”, dice. “Pero tal vez esa es una de las cosas que me mantiene en marcha: una fuerte sensación todos los días, como, ‘la cagaste toda. Podrías haber sido genial’. Y está bien, porque te da algo para superar y con lo que trabajar. Soy un ser humano. Y está bien”, dice, tanto para sí mismo como para cualquiera. “Está bien”. “Soy la enfermedad y la cura”, ofrezco mi pequeña afirmación. “Sí”, dice Martin. “Sí”, respondo. Mira hacia donde las estrellas se reflejan en el agua. “Tenemos una línea así, en una canción llamada ‘Clocks’”. “Te estaba citando”, le digo. Él asiente lentamente. “Sabés, lo interesante es que la cura para la mayoría de las cosas está en la toxina. El antídoto para la mayoría de los venenos es el veneno mismo. La toxina suele ser el remedio. A menudo, lo que causa tu dolor también contiene su propia solución. ¿No es asombroso?”. “Hay una metáfora en algún lugar de eso”, le digo. Y Martin, el Martin más serio de todos, el líder de la banda más grande, más amable y más sincera del mundo, abre los ojos y sonríe.

ESTILISMO POR BETH FENTON. VESTUARIO POR TIFFANY HENRY. SASTRERÍA POR NIKKI EDMONDS. PRODUCCIÓN DE PATRICIA BILOTTI PARA PBNY PRODUCTIONS. ASISTENTE DE FOTOGRAFÍA GILLES O’KANE Y BRANDON EPPERSON. ÁSISTENTE DE ESTILISMO MANUEL PARRA Y STEPHANIE MASTRO. BUCEADOR DE SEGURIDAD: HAL WELLS. ASISTENTE DE CÁMARA ACUÁTICA: EVAN CONNELL. GUARDAVIDAS: BEN RIGBY.

Fuente: Rolling Stone

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